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Panayotis Christou

La vida monástica en la Iglesia ortodoxa oriental

Reimpresión de "The Orthodox Ethos", Studies in Orthodoxy vol. 1, Ed. by A.J.Philippou


El desarrollo de la vida monástica

A mediados del s. III la persecución contra los cristianos era tal que muchos de ellos se vieron obligados a retirarse de las ciudades. A principios del s. IV la situación incluso empeoró, cuando la duración de las persecuciones fue mayor, de modo que aquellos que se habían retirado permanecieron en el campo abierto por un periodo mayor. Se acostumbraron tanto a vivir allí que establecieron allí una morada permanente, lejos de la sociedad del mundo desgarrada por el odio. Cesaron las persecuciones, pero la persecución secular había llegado a ser un elemento inseparable en la vida de los cristianos, y muchos de ellos no podían concebir una vida libre de perseguidores. De este modo se convirtieron en perseguidores de ellos mismos: se fueron a las montañas, y se sometieron a privación y sufrimiento. En lugar de la "sangre del martirio", con la que terminaba una lucha con hombres violentos, se sometían ellos mismos al "martirio de la conciencia", el cual consistía en una lucha contra demonios. En lo sucesivo las montañas se convirtieron en morada de ermitaños, y gradualmente también de comunidades organizadas de monjes. Con el paso del tiempo cada vez más lugares remotos se buscaban como refugios ascéticos, como el monte Atos y Meteora. Cuanto más lejos vivían los ascetas, mayores eran la reverencia y la admiración que evocaban en la gente común. El primer ermitaño conocido fue Pablo de Tebas, pero el primer guía real de la vida en el desierto fue Antonio el Grande (m.356), cuya vida escribió con perspicacia y amor Atanasio el Grande. Vivió en el desierto durante más de setenta años, y sólo iba a Alejandría cuando la ocasión lo requería; es decir, cuando se enteraba de alguna persecución, para dar ánimo a los que sufrían. Su fama le valió la consideración de Constantino el Grande, el cual solicitaba con frecuencia su consejo mediante carta. Pero en particular despertó el entusiasmo de muchos hombres sencillos que imitaron su ejemplo. Llevaban una vida de total aislamiento, y únicamente cuando necesitaban consejo visitaban a Antonio o a algún otro monje mayor, un abba. En ocasiones sucedía que uno de ellos fallecía y pasaban días antes de que los otros ascetas se enteraran de ello. Cada anacoreta organizaba su propia oración, refugio, ropa, alimento y trabajo. Su trabajo consistía principalmente en hacer objetos de paja, que vendían en mercados de la región. Únicamente los domingos acudían a la iglesia más cercana, para oran juntos y recibir la Sagrada Comunión. De este modo, la vida de los ermitaños quedaba fuera del control total de la Iglesia. Era evidente que el aislamiento absoluto conducía a acciones arbitrarias y no se adhería a todas las exigencias del Evangelio cristiano. En primer lugar no había supervisión espiritual de los ermitaños ni tampoco, en segundo lugar, sus actividades iban dirigidas a servir al prójimo. De ello se percataron algunos de los grandes ascéticos, quienes emprendieron la oportuna reforma: Hilario en la región de Gaza; Amonio en Nitria, y Macario en Sketis (Egipto). Los tres vivieron durante el s. IV. Hicieron del principal mercado de la región, donde los monjes vendían sus productos, su centro de acción. Como dichos mercados recibieron el nombre de lavras, los establecimientos monásticos junto a ellos también fueron llamados del mismo modo. Los ermitaños vivían en numerosas celdas construidas en torno a las lavras, a tal distancia que no se pudieran ver ni oir los unos a los otros. En esta vida comunal , la independencia se sometía a cierto límite; y además, en la ascesis era posible un elemento de flexibilidad. Cada cierto tiempo, el jefe de la lavra examinaba las celdas y ejercía cierto grado de autoridad sobre los ermitaños. Además, éstos se reunían para la oración en común de los sábados y los domingos. El resto: refugio, ropa, alimento y trabajo lo regulaba cada uno de ellos para sí mismo.


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